martes, 11 de diciembre de 2012

Usted, ¿qué enciclopedia vende?

Hace ya años.

Hubo un maestro de primero, niños de seis años, con algunos kilos de más.

Como tenía la manía de estar todos los días del curso en el patio, a la hora del recreo, pendiente de sus alumnos y, de paso, de todos los demás estaba más expuesto que otros compañeros a lo que relatamos a continuación.

En alguna que otra ocasión comprobó agresiones verbales, físicas o de otro tipo cometidas contra algún alumno de su tutoría, y de otras, por parte de otro-s alumno-s.

También pudo ver como se deterioraba parte del mobiliario del colegio debido al vandalismo de algunos alumnos, no de su tutoría.

Y, claro, con la dichosa manía de estar en el patio de recreo todos los días, no se privó de escuchar “piropos” dirigidos a otros maestros y a él mismo por parte de algunos alumnos, siempre algo mayores, que se escondían o salían corriendo para darle más emoción a la cosa, o al acoso, y evitar su identificación y sanción. Vamos…casi como un juego de niños. La necesidad de destacar en algo se hace imperiosa para muchos alumnos.

El maestro intervenía ante los alumnos necesitados de corrección e informaba a los tutores, si ese día no estaban en el patio de recreo, de lo acontecido.

Cuando la cosa iba adquiriendo tintes de algo más serio por su gravedad o repetición, y afectaba a alumnos de su tutoría o a él mismo, el maestro lo volvía a comunicar al tutor correspondiente. Pero esta vez había un añadido: Que el alumno en cuestión permaneciera con su tutor, a la hora de la salida, hasta que llegara el maestro de primero. Cuando llegaba comunicaba al tutor y al alumno que acompañaría a éste hasta su domicilio para hablar con sus padres.

¡Tierra, trágame! La cara del alumno no parecía la misma, el temblor y/o llanto era perceptible, las peticiones de perdón interminables y las promesas juramentadas de enmienda y rectificación no parecían ser dudosas. Empeño inútil.

En muy pocas ocasiones el maestro aludido de primero tuvo necesidad de recurrir a esos necesarios desplazamientos en horas algo inconvenientes. Pero había que hacerlo porque la posibilidad de lograr encauzar a algún alumno algo “despistado” lo merecía. Aunque no fuera de su tutoría.

Y allá que iban el maestro, con sus kilos y maletín, y el alumno, con sus pesadumbres y mochila, camino del domicilio del niño. Los que los veían caminar juntos, y más los vecinos, ya intuían que algo raro debía pasar.

Desde el primer paso el maestro garantizó al alumno, repetidamente, que sus padres no le castigarían. El niño, algo mayor, no se lo terminaba de creer.

Siempre ocurrió que al llegar al domicilio de los alumnos el maestro fue recibido con respeto, agradecimiento…y mayúscula sorpresa. A veces estaban los dos progenitores presentes amén de otros familiares; otras veces estaba uno de ellos.

El maestro, aceptando sentarse en el salón donde también estaba el alumno, advertía que su visita duraría solo unos minutos y que disculpasen lo de la mala hora. Y que se estuviese pendiente de la cocina por si, con la visita, se quemaba algún guiso en el fuego y se llevaban dos disgustos: lo del hijo y quedarse sin comer.

A continuación el maestro exigía, serena y firmemente, que le garantizaran que no aplicarían al hijo castigo alguno, que él no se había desplazado para eso y que, al día siguiente, preguntaría en el  colegio al hijo sobre ese particular. Solo en una ocasión el maestro tuvo una ligera sospecha de que la promesa obtenida podría no haberse cumplido.

Exponía con brevedad los hechos acaecidos, sin dramatismo ni exageraciones, y pedía que hablaran con el hijo, serena, firme y cariñosamente, para que entre toda la familia asumieran que ciertas conductas escolares y no escolares eran un inconveniente para la adecuada formación de la persona.

La cara de los progenitores también era un poema: Un maestro del colegio de su hijo se encontraba sentado con ellos en el salón de su casa, a la hora de comer, aportando unos datos que podrían hacer poco digerible el almuerzo.

Los padres garantizaban que esa conducta del hijo no volvería a repetirse. Las miradas que se cruzaban eran definitivas.

En una ocasión un alumno llamó “gordo” al maestro en cuestión en el patio de recreo, etc. Cuando, maestro y alumno no de su tutoría, llegaron a la puerta del domicilio del susodicho y llamaron abrió la puerta una señora (madre del alumno) que estaba pegada al teléfono por un asunto de salud de un familiar. El niño entró en su casa y el maestro permaneció unos diez minutos junto a la puerta abierta y con el maletín en el suelo. Cuando la señora, alterada, colgó el teléfono se dirigió al maestro (al que no conocía) y con desparpajo le preguntó:

-Usted, ¿qué enciclopedia vende?

Cuando se percató del motivo de la visita todo eran disculpas.

El maestro, cuando ya estaban sentados en el salón y con la presencia del hijo, se permitió una levísima ironía al empezar a hablar:

-Señora, su hijo no es nada mentiroso…

Al día siguiente de cada “visita” el maestro localizaba al alumno durante el recreo para comprobar que sus padres no le habían sometido a ningún tipo de correctivo. En general los alumnos visitados demostraron al maestro de primero, cuando se tropezaban con él por el colegio, o fuera de él, confianza, cercanía, simpatía y respeto.

Algunos de los domicilios visitados estaban situados en barrios marginales no exentos de cierta posible peligrosidad. Otros domicilios estaban ubicados en edificios muy deteriorados. En fin.

El maestro, en esas pocas ocasiones, llegaba algo más tarde a su domicilio. Por suerte la comida no estaba fría.

¿Estaban incluidas esas “visitas” en el sueldo? ¿Tú qué crees, maestro novel de un curso de primero de primaria de un colegio público?

Hasta la próxima, si ha lugar.

Saludos.

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